Opinión
En silencio ha tenido que ser
Por Florencia Lance *
Lo conocimos alrededor de los veinte años. Eran tiempos complicados para quienes reivindicábamos las luchas de liberación de nuestros pueblos, la persistencia de la Revolución Cubana o el rol histórico de las Madres de Plaza de Mayo. El país caía en el pozo del neoliberalismo, el mundo se volvía unipolar y personas como él ayudaron mucho –a esa temprana edad– para asumir posiciones de defensa de lo público, los derechos sociales, la memoria de las luchas antiimperialistas recientes y la necesidad de construir organizaciones populares genuinas.
Militó durante años en el peronismo y el sindicalismo. Era mendocino de nacimiento y había llegado a Buenos Aires a sus 18 años para trabajar. Le tocó ver la caída de Perón y con indignación de clase se inició en política arrojando baldosas a la policía de la “Fusiladora”. Más tarde entró en relación con los grupos de formación de John William Cooke y llegó a participar de su ARP. Fue secretario general del Sindicato de Barraqueros de Avellaneda y con su chofer –un tal Herminio Iglesias– regaba las calles de miguelitos y otros artefactos. Participó de la campaña de Framini para la gobernación de Buenos Aires, de la CGT de los Argentinos y la creación de Ctera. También formó parte de una de las tantas organizaciones armadas sin nombre a la que algunos recuerdan como PROA.
Miles de personas lo conocieron. Tuvo varias compañeras (la última, la de su vida, Estrellita), hijos e hijas, amigos y enemigos a rolete. No era figura pública, pero aún hoy muchos dirigentes políticos de diversas extracciones lo recuerdan o lo van a recordar al leer estas líneas. Tanto estuvo comprometido con la causa nacional, peronista y revolucionaria que durante muchos años estuvo imposibilitado de trabajar legalmente y con el tiempo le sería una tarea enorme poder conseguir algún tipo de jubilación.
A muchos de nosotros nos enseñó que nadie es imprescindible en la lucha por la liberación, pero que sí lo es la organización popular y la participación de las masas. Creía en la necesidad de los dirigentes o jefes que encabecen las grandes causas, pero también enseñaba tenazmente que lo importante es el héroe colectivo.
Se sentía profundamente marxista, leninista, peronista y tercermundista. Con sus relatos y también enojos supimos conocer y entender gran parte de la historia de la resistencia peronista y nos acercamos a importantes figuras, entonces poco reconocidas para nuestra generación, como Amado Olmos, Hernández Arregui, Ortega Peña, el mayor Alberte, Ben Barka, Amílcar Cabral, Le Duan, Giap o Carlos Fonseca.
Era un hombre de organización e ideas y en tiempos donde la politiquería hace suponer que ganar elecciones es tener la manija o acceder al poder siempre nos hacía ver que para una verdadera organización es muy importante la táctica y la estrategia a largo plazo.
Como buen peronista, confiaba ciegamente en la organización de los trabajadores y reivindicaba el rol histórico de la CGT. También en esto nos peleaba, porque le costaba entender nuestra afinidad con la naciente CTA y hasta el final de su vida sostenía la importancia vital de una sola organización de trabajadores para enfrentar a los sectores dominantes de nuestro país.
En los últimos años se convirtió en un maestro errante e involuntario. Un hombre de partido sin partido. Un personaje de otro tiempo, cargado de saberes y recuerdos invaluables, imposibles de conversión en mercancía editorial.
Con el paso del tiempo, nos fuimos dando cuenta de que fue de esos personajes necesarios e imprescindibles para la formación y el recorrido de cada uno de no-sotros. Y no exageramos si decimos que fue un padre en nuestra vida política concreta, cotidiana y de todos los días. Porque una cosa es reivindicar a los grandes héroes y las grandes gestas, pero otra es poder aprender a caminar día a día en la compleja y diversa sociedad que habitamos, llena de desencuentros y abandonos.
Nunca se subió a ninguna ola pasajera y oportunista. Era incorruptible, habiendo podido acceder fácilmente a muchos negociados y trapisondas. Ese compromiso y actitud también lo convirtieron en personaje molesto para aquellos que desentonaron. Vivía muy sencillo, en un departamento de dos ambientes junto a su compañera, sus libros y sus eternos recortes de diarios para analizar el discurso del enemigo.
A Justo Manuel Molina todos lo conocimos como el Negro Molina, ferviente defensor del peronismo, la Revolución Cubana, Fidel y todos los procesos populares del continente. Se nos fue, vaya paradoja del destino, el pasado 16 de junio.
El Negro nos recibía en su casa con el mate de rigor y nos ponía a leer. Podía ser un libro de Lenin o una noticia esclarecedora de un diario de provincia. Intelectual obrero, veterano de la inteligencia, inigualable predicador. Sentía una verdadera ira contra lo que llamaba “jetones o mascarones de proa”. Una de sus frases preferidas era “en silencio ha tenido que ser”, que atribuía a José Martí.
Ahora que pasó el tiempo, entendemos más claramente dos frases que repetía incansablemente, cada vez que una charla íntima se ponía espesa. Una: “Este pueblo tiene a Evita y Perón en el corazón. El que no lo entienda no va a poder construir nada serio”. La otra: “Pendejo, en nuestro país murió mucha gente para andar haciendo pelotudeces”.
* Junto a Diego Sztulwark, Walter “Chapa” Fernández y Mariano Molina.
En silencio ha tenido que ser
Por Florencia Lance *
Lo conocimos alrededor de los veinte años. Eran tiempos complicados para quienes reivindicábamos las luchas de liberación de nuestros pueblos, la persistencia de la Revolución Cubana o el rol histórico de las Madres de Plaza de Mayo. El país caía en el pozo del neoliberalismo, el mundo se volvía unipolar y personas como él ayudaron mucho –a esa temprana edad– para asumir posiciones de defensa de lo público, los derechos sociales, la memoria de las luchas antiimperialistas recientes y la necesidad de construir organizaciones populares genuinas.
Militó durante años en el peronismo y el sindicalismo. Era mendocino de nacimiento y había llegado a Buenos Aires a sus 18 años para trabajar. Le tocó ver la caída de Perón y con indignación de clase se inició en política arrojando baldosas a la policía de la “Fusiladora”. Más tarde entró en relación con los grupos de formación de John William Cooke y llegó a participar de su ARP. Fue secretario general del Sindicato de Barraqueros de Avellaneda y con su chofer –un tal Herminio Iglesias– regaba las calles de miguelitos y otros artefactos. Participó de la campaña de Framini para la gobernación de Buenos Aires, de la CGT de los Argentinos y la creación de Ctera. También formó parte de una de las tantas organizaciones armadas sin nombre a la que algunos recuerdan como PROA.
Miles de personas lo conocieron. Tuvo varias compañeras (la última, la de su vida, Estrellita), hijos e hijas, amigos y enemigos a rolete. No era figura pública, pero aún hoy muchos dirigentes políticos de diversas extracciones lo recuerdan o lo van a recordar al leer estas líneas. Tanto estuvo comprometido con la causa nacional, peronista y revolucionaria que durante muchos años estuvo imposibilitado de trabajar legalmente y con el tiempo le sería una tarea enorme poder conseguir algún tipo de jubilación.
A muchos de nosotros nos enseñó que nadie es imprescindible en la lucha por la liberación, pero que sí lo es la organización popular y la participación de las masas. Creía en la necesidad de los dirigentes o jefes que encabecen las grandes causas, pero también enseñaba tenazmente que lo importante es el héroe colectivo.
Se sentía profundamente marxista, leninista, peronista y tercermundista. Con sus relatos y también enojos supimos conocer y entender gran parte de la historia de la resistencia peronista y nos acercamos a importantes figuras, entonces poco reconocidas para nuestra generación, como Amado Olmos, Hernández Arregui, Ortega Peña, el mayor Alberte, Ben Barka, Amílcar Cabral, Le Duan, Giap o Carlos Fonseca.
Era un hombre de organización e ideas y en tiempos donde la politiquería hace suponer que ganar elecciones es tener la manija o acceder al poder siempre nos hacía ver que para una verdadera organización es muy importante la táctica y la estrategia a largo plazo.
Como buen peronista, confiaba ciegamente en la organización de los trabajadores y reivindicaba el rol histórico de la CGT. También en esto nos peleaba, porque le costaba entender nuestra afinidad con la naciente CTA y hasta el final de su vida sostenía la importancia vital de una sola organización de trabajadores para enfrentar a los sectores dominantes de nuestro país.
En los últimos años se convirtió en un maestro errante e involuntario. Un hombre de partido sin partido. Un personaje de otro tiempo, cargado de saberes y recuerdos invaluables, imposibles de conversión en mercancía editorial.
Con el paso del tiempo, nos fuimos dando cuenta de que fue de esos personajes necesarios e imprescindibles para la formación y el recorrido de cada uno de no-sotros. Y no exageramos si decimos que fue un padre en nuestra vida política concreta, cotidiana y de todos los días. Porque una cosa es reivindicar a los grandes héroes y las grandes gestas, pero otra es poder aprender a caminar día a día en la compleja y diversa sociedad que habitamos, llena de desencuentros y abandonos.
Nunca se subió a ninguna ola pasajera y oportunista. Era incorruptible, habiendo podido acceder fácilmente a muchos negociados y trapisondas. Ese compromiso y actitud también lo convirtieron en personaje molesto para aquellos que desentonaron. Vivía muy sencillo, en un departamento de dos ambientes junto a su compañera, sus libros y sus eternos recortes de diarios para analizar el discurso del enemigo.
A Justo Manuel Molina todos lo conocimos como el Negro Molina, ferviente defensor del peronismo, la Revolución Cubana, Fidel y todos los procesos populares del continente. Se nos fue, vaya paradoja del destino, el pasado 16 de junio.
El Negro nos recibía en su casa con el mate de rigor y nos ponía a leer. Podía ser un libro de Lenin o una noticia esclarecedora de un diario de provincia. Intelectual obrero, veterano de la inteligencia, inigualable predicador. Sentía una verdadera ira contra lo que llamaba “jetones o mascarones de proa”. Una de sus frases preferidas era “en silencio ha tenido que ser”, que atribuía a José Martí.
Ahora que pasó el tiempo, entendemos más claramente dos frases que repetía incansablemente, cada vez que una charla íntima se ponía espesa. Una: “Este pueblo tiene a Evita y Perón en el corazón. El que no lo entienda no va a poder construir nada serio”. La otra: “Pendejo, en nuestro país murió mucha gente para andar haciendo pelotudeces”.
* Junto a Diego Sztulwark, Walter “Chapa” Fernández y Mariano Molina.
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